La Segunda Noche. por Diego Polito

Catálogo ilustrado “Luis Camnitzer” (2010) Fotografiado por Iván Candeo

Faltar al sueño como postergación de su caída, y descubrirnos ajenos a la región nocturna. No es permanecer en el desvelo sumando horas, sino abrir los ojos detrás del velo y atestiguar la hora que aún no llega en ese regreso de las cosas al silencio que esconde al mundo. Una vez más, nada ha comenzado: el verdadero comienzo.  

En una rememoración hecha obra, Walter Benjamin comunica aquello que es comunicable solo a costa de haberse perdido: la infancia que había transcurrido en la intimidad de lo inexpresado. Uno de los pasajes se refiere a la estancia en el rincón de la noche donde lo presente no encuentra lugar:

La luz que fluye de la luna no va dirigida al escenario de nuestra existencia diurna. El espacio que ilumina de una manera incierta parece ser el de una antitierra o de una tierra vecina. Ya no es aquella a la que la luna sigue como satélite, sino la que ella misma transformó en satélite de la luna. Su ancho seno cuyo hálito fue el tiempo, ya no se mueve; por fin la creación ha retornado a su origen y puede cubrirse de nuevo con el velo de viuda que el día le había arrancado. Me lo dio a entender el pálido rayo que penetró por la persiana de mi cuarto. (…). Cuando estaba en mi habitación yo quedaba desalojado, pues no parecía querer albergar a nadie sino a ella.(1) 

Precediendo al mismo día que transcurrirá y extraviado en la proximidad remota del olvido, el pequeño aún tiene la experiencia de una relación: “…cada sonido y cada momento venía a mi encuentro como su propia sombra”.(2)  

 

Quizás Benjamin escribió atraído por la memoria, elaborando una escritura donde se mantuviera viva la fuerza del olvido. Es decir, no se trató de descubrir una historia transmitida por las líneas escritas, sino de abrir la deriva y posibilitar nada más que el recuerdo. En el texto, las palabras dejan el juego de lo visible dirigido a nuestra imaginación voluntaria, y más bien, sufren la tensión con la invisibilidad de lo imaginario que siempre es reminiscencia de lo perdido. Henri Bergson pensó esta necesidad del pasado como distensión metafísica fuera de nuestro cerebro, en la que nos situamos “de golpe” gracias al pasaje ofrecido por las imágenes.  Allí somos llamados, pero atendemos fracasando en lo disperso.

Maurice Blanchot reúne a la obra de Mallarme y de Rilke, a la hora de pensar el momento originario en la creación poética. En el caso de la experiencia del primero expresada en Igitur, se toma a la perturbación del poeta en torno al vacío como el punto de llegada de lo ausente. Él se entrega a la medianoche para confirmar el murmullo en el que se agita su conciencia siempre presente: “…la habitación vacía es él aún, el que se contenta con hablar de la habitación vacía…”(3). En Igitur, la palabra que aun dice el silencio sin encontrar la pureza de la oscuridad, fracasa y marca su retirada: Mallarmé anuncia su partida al final del monólogo. La conciencia que sabe de sí en la cercanía con la ausencia, es lo que le impide entrar en el abismo de su transcurrir. Por esto solo puede ofrecerse a la noche mediante la salida a destiempo: “…escapa de la ingenuidad de una empresa lograda para convertirse en la fuerza y la obsesión de lo interminable” (p. 104). La desaparición se inscribe en el azar, cediendo a la insistencia de una vida que no cesa de ser jugada desde la compañía de la noche. El silencio no dejó de vibrar en el discurrir del poeta, que yace al lado de la nada de su habitación, como sordo latido en medio del abandono que no le permite morir todavía. 

 

Catálogo ilustrado “Luis Camnitzer” (2010) Fotografiado por Iván Candeo

 

 

EL CANTO

Para Blanchot, la obra de Rilke contempla la suspensión de la conciencia junto a su reproducción del espacio dividido y nominado. El autor de las Elegías se adentra en la búsqueda por disolver la cuenta de las cualidades  y la obstinación de la caducidad. Reconoce el pesar de la existencia que transcurre nada más que en lo separado, desde la monotonía de la repetición y del desgaste. Allí aparece todo lo que está de frente, construido sobre la materialidad que atravesamos casi por necesidad, afines al límite de la vida y conformes a la indiferencia de la inteligencia.

En Rilke, señala Blanchot, acompañarse de la muerte es abrir la nada que disolverá lo espaciado. En lo vacío del interior, las cosas sufren la remisión al silencio originario. Pero la interioridad es a su vez el lugar del afuera más impropio; de la intemporalidad donde lo mortal se reconoce siendo pasajero de lo inmortal: “unidas –las cosas- a la intimidad del riesgo, allí donde ni ellas ni nosotros estamos al abrigo, sino introducidos sin reserva en un lugar donde nada nos detiene” (4).  Este otro espacio, es a su vez, el espacio de la palabra. Allí el decir conquista su apertura, y el sonido conserva toda la fuerza del silencio que abandona el habla de los objetos. Es lo que Blanchot llama “el espacio del poema” como vuelta al punto más creador del lenguaje que aún alberga la pureza de los nombres y nada más que su fuerza de decir: “el espacio órfico al que, sin duda, el poeta no tiene acceso, donde no puede penetrar más que para desaparecer…”(5) En el poema ya nada se ve, y la vida, aunque sea por un instante, se vuelve discontinua dado que todo esquema sufre.

Pero a la escucha del canto, este sufrimiento no interesa. Según Blanchot, la figura de Orfeo representa en toda su singularidad el momento creador por el que la palabra se sirve de la muerte para hacerse canto: “Orfeo es el acto de las metamorfosis, no el Orfeo que ha vencido la muerte, sino el que siempre muere…” (p. 128).  Él encarna ese límite indiscernible entre lo vivo y lo perecedero, igual al poema que es origen antes de ser obra. Lo que transmite es solo la creación puesto que no cesa de disgregarse. Pero la esencia de este pasaje no es la desaparición en la densidad plomiza del vacío (lo que el fracaso de Igitur contempló), sino el puro efecto de desaparecer. El canto conserva la tendencia a lo inasible, y por esto nos aproxima a traspasar la envoltura de nuestra separación. Así, lo que nunca podrá salvarse en el canto, al mismo tiempo es la conservación del afuera que no calla su llamado al devenir invisible de las cosas; sin consumar la desaparición, en un eterno aparecer. La música acoge a la muerte que en todo momento parece asecharnos con su irrupción, liberándola de su peso y cumpliendo la liviandad que todos los nombres sueñan. Este movimiento siempre encuentra un ritmo y deja un matiz. Su expresividad es invención.

  1. Benjamin, W. 1982. Infancia en Berlín hacia 1900. Madrid: Alfaguara, p. 132

2. Benjamin. Infancia en Berlín hacia 1900, p. 133

3. Blanchot, M. 2002. El espacio literario. Madrid: Editora Nacional, p 101.

4. Blanchot. El espacio literario, p 127.

5. Blanchot. El espacio literario, p. 128.